I
Erraba yo por la ciudad oscura,
por calles y por rostros caídos a esa sombra desde la vida o desde las
estrellas;
erraba, viejo soñador, castigado
por la belleza que el amor del hombre no alcanza a conocer
y sabiendo
que el ensueño es vano y alejado como una música detrás de una puerta
que nadie abrirá nunca; sabiendo
que antes que yo y los sueños de mi vida rieron las hermosas muchachas
y por entonces amaron
y cantaba el ruiseñor y yo no era el amante; sabiendo
que cuando yo no esté
otros muchachos buscarán mi rostro en el río de los sueños
que Eurídice volverá de otros infiernos
con los ojos cubiertos por las aguas y la sombra para escuchar la vieja
melodía de Orfeo
y yo no seré nadie en esa música; sabiendo
que amar es estar perdido
siempre, siempre, siempre desterrado en un lento palacio.
Y así erraba yo y alcé los ojos, ¡noche! para mirar tu gran viento quemado,
oh noche, madre inmensa
tendida en los callados arenales de ébano,
y sentí que la tristeza de amar en este mundo sólo una fuente,
sólo el canto de un pájaro, sólo una gota de sangre, no descendía de tu
imperio ni de tu gran piedad sino que aquí crecía,
en el jardín terrestre
donde los hombres y la luz combaten entre ramas de mármol y pantanos.
Y así pensé en los dioses
que tú nutriste con tus ubres consteladas,
desdichadas criaturas hermosas en su fuego de piedra, con sus coronas de
carbón celeste,
con sus cabelleras de agua dulcemente tejida para las abejas enloquecidas
de amor;
pensé en los dioses de vellosos ijares ardientes prisioneros de una garza
del aire,
de una mejilla pastoral;
los bellos dioses que resplandecieron en la vastedad y en la arena que flota
sobre el mar, y en el viento que sopla en los cóncavos espacios;
los dioses anteriores
que crearon la alabanza y la tragedia
y los himnos que azotan la tierra y la devastan con sus carros de hierro.
Pensé en los dioses hijos de tu amor, oh noche, de tus majestuosos racimos
genitales.
Pensé en los dioses
y no pude llorar por su insigne desgracia.
Perdidos en tu reino
se extinguieron como leños sagrados, como ricas cenizas en el vasto
calor de la rosa lejana.
Pero nosotros pálidas criaturas,
pájaros de pelo delgado y frío, animales de fina calavera
delicada como pétalos de nácar; nosotros
herederos de la gran soledad, escombros del espacio enterrado en tu gran
vientre solemne,
nosotros, soñadores, hijos de la mujer, engendrados en su luna caída,
nutrimos nuestros sueños con infieles palabras que el diluvio arrastró
como un bosque de arpas y quisimos poblar la antigua soledad donde arde
la médula brillante del vacío
donde alimentas, ¡vieja loba nevada! la vasta creación.
II
En el mes de septiembre el hemisferio austral ve llegar la engañosa
primavera
con su espejo de almendra. (¡Ofelia, Ofelia, olvida tu canción!).
Contando nos perdemos en la oscura ciudad entre los hombres y las
muchachas
renacidos en el brillante pavor de sus cálidos cuerpos, y los amantes
queman la rosa del amor
junto al mar que golpea sus sienes inocentes.
(En Dakar es de noche.
Caminamos por la pista del aeropuerto, viajeros hacia París o Londres,
indiferentes, sensatos, silenciosos,
junto al ángel de plata que ha cruzado el mar.
Negros insomnes tallados como ídolos en el azúcar caliente de la noche.
Solo. Cambiando dinero en el bar de otro continente,
sin preguntar por tí. Lejos
de nuestros países agrupados en torno de las frutas.
Solo en la noche tórrida de espumas calcinadas solo, como el nácar celeste
de una vena quemada por el aliento de ángeles impuros.
Solo en la noche de Dakar,
perdido en el plumaje de un pájaro de llama negra, en la voz de los viajeros
desconocidos,
en el ruido del mar que se levanta resonando como un trueno de luto.
Solo, lejos de ti,
lejos de las maderas unidas de nuestra casa, de una pesada pluma de
piedra junto al cielo en Mendoza.
Solo, lejos,
en otra noche estoy).
En el mes de septiembre en nuestras tierras del oeste reverdecen las viñas
y vienen desde lejos apasionadas noches en los carros espumosos del agua.
Tú cantas y te pierdes en la oscura ciudad, sonriendo, mi amor,
sollozando, mi amor,
y buscas el jardín adorado que cuelga de las llaves del cielo.
El racimo solar cae sobre estos montes
y te golpea el pecho con su piedra de miel. Como desde lo hondo de un
rostro sepultado en arcones de polvo,
has contemplado el sueño vano de la juventud. Ahora ya es de noche y
duermen los amantes eternamente separados
en cada sueño, en cada
latido que gotea una arena distinta. El desvelado, ausente de un reino, de
una ciénaga de rosas
regresa a la ciudad cuando desciende sobre la inmensa sombra
la lanza solitaria de la luna.
III
Erraba yo, y sanamente preguntaba.
Llamo a esta puerta iluminada donde
un hombre ha derramado su lámpara de vino; llamo a esta ventana que
han cerrado para que yo no llame.
Este es el resplandor atroz de la taberna de los pobres
inundado por un río pesado donde flotan pájaros del diluvio.
Esta es la mirada del ídolo cubierto
de pálidos cabellos tejidos por la muerte, el ídolo que roe las maderas
podridas de la noche y sonríe en los vastos espacios.
(¿O pensé acaso en el ruiseñor que cantó en aquel granado?).
Preguntaba yo, y allí estaba mi padre
que no dormía en la alta noche velando por el hijo perdido en la violencia y
el canto de las rosas.
Y pregunté qué era esa respiración mortal y vi un jardín de aire
enloquecido
que un gran pájaro bebe solitariamente.
Y sólo el amor paseaba
con su espejo bordado de hiedra roja y viento. Alcé entonces los ojos, y
también más allá donde no estás, donde se pierde
inútilmente el hierro de los hombres, vi el león majestuoso de los astros
alzándose despacio en las arenas sagradas de la música. IV
A Luis Soler Cañas
Oh, nocturna ciudad, corazón de los hermanos en la noche.
Tu pan de inclemencia has partido para sus bocas miedosas,
maldiciendo en la noche.
Oh nodriza de calcinados pechos, madre salvaje y ciega! Oh, inmensa
pesadumbre!
Ellos allí estarán roídos por la vida tenaz, por la tristeza
de las noches que lamen lentamente sus briznas de esplendor,
sus rostros, otra vez, en los cristales fríos de la ciudad nocturna
repetirán esos cansados ojos que el amor ha comido, esos ojos de espera
que no se duermen nunca mirando los andrajos de una vida,
la mano abierta y ciega de los años
en el desierto de las almas inmortales. Ellos allí estarán, lentos en la
noche.
Yo fui su hermano y su sed fue la mía.
Sus castigadas manos me guiaron con ternura impaciente
porque era débil y para el débil está hecho el hombro
del hermano.
Yo fui entre todos ellos el más pobre y herido
y mi vida se colmó con los bienes de su piedad terrible.
Más allá de la estéril soledad de sus noches la indiferencia abría
magníficas espigas.
Yo vi cómo sus dientes miserables roían
la materia tremenda de la ciudad, sus raíces de espanto. Yo vi cómo sus
lenguas incesantes gastaban las estatuas de oro
hasta lamer un corazón caliente, manchado por la noche.
Yo conocí también su mesa y sobre su mesa el pan del desamparo
y sus oscuras manos ofreciendo la pobreza y el frío.
¡Ah, su canto en la noche! Cómo se oscurecía la diadema insensata de mi
frente de orgullo, mi vanidosa cueva de culebras brillantes!
Sus dedos se extendieron temblando en las tinieblas y tocaron el ciego
corazón de las piedras mortales.
Y vi el torrente de la vida y más allá unas colinas doradas
y vi las otras criaturas apacibles de la música
y las que no podré nombrar con mi pesada lengua.
Ellos, ellos cantan en la noche
en la ciudad terrible sus canciones malditas entre los despiadados
mendigos de la luna.
V
(En la noche de Londres conoces un espejo envenenado
de olvido. Niegas tu rostros, buscas
con tus ojos abiertos como piedras partidas en las luces de Soho.
Dime, pregúntame otra vez quién eres en este río extraño
que arrastra los calientes desperdicios de la noche y las flotantes hojas
vagabundas de una canción atroz.
Has llegado a la última frontera,
más allá de la niebla, más allá de las luces del amor, más allá de la música
enterrada
en el desprecio y en los sótanos cálidos
y sólo ves la imagen de un ángel que se hunde con las alas abiertas.
Tachos de basura, ruidos del amor
crueles, fugaces como ecos de pájaros perdidos; y la vieja señora de
sombrero negro
que derrama el cognac de los años lejanos mientras canta como un
ruiseñor seco una canción de Francia.
Noche de Londres!. Lejos, el río pasa bajo los puentes
junto a las tabernas con su gallo de oro, y hacia Blackfryars
alguien canta una canción que no conozco, que no conoceré nunca
porque este espejo roto clavado entre mis ojos sólo refleja el viento
vagabundo que pasa
por una calle solitaria, por el alma perdida.
A las once cierran los bares.
Todo rueda en el torrente de tu pecho extranjero, el río, las canciones, las
basuras de la noche,
el alma,
todo rueda hacia el mar).
VI
Erraba yo por la belleza alejada,
en las habitaciones iluminadas por el relámpago y la vida
por el vacío y la esperanza; erraba
como una ola separada del unísono mar;
erraba como nadie, como el hueso de un pájaro arrebatado a la flor del
plumaje,
a la figura remota de su canto; erraba
como la pálida piel de una culebra arrastrada por el viento en la planicie.
Y el poema no estaba en mis palabras
y el canto era distinto como una espada y el guerrero. Y alcé mi rostro,
noche, otra vez para juntar mis ojos desterrados a tus llanuras lúcidas
donde el último polvo de los dioses gira sobre la piedra astral.
Y quise levantar la ciudad con el techo del hombre, con la piedra de la casa
del hombre,
con el terrible pan de cada día del hombre, con el odio, la furia y la piedad
de la tierra, hasta un jazmín de luz azul que se entreabría sin delirio y sin
muerte en tus laderas.
Y nada respondió y el enjoyado espacio giraba gravemente sin nosotros.
Esta es la ciudad.
Aquí la noche es el hombre caído,
el perro de dientes ávidos y saludables, el bello terciopelo del hogar
manchado por el aceite de las alcuzas,
el hombre de labios sensitivos que muerde
la harina y el tabaco y el polvo de los animales. Aquí la noche es el Juez
con los ojos clavados por espinas de estiércol
y es el papel que flota entre tu aliento y la desdicha.
Aquí la noche es el asesino desgarrado por el diente de oro de su crimen,
la mujer crucificada en las alcobas del hastío y del amor, es el sueño
de un niño que envejece
con las hortensias de un jardín de arena. Aquí la noche es la noche de los
hombres atados con su orgullo a una cadena seca.
Pero tú, antigua noche, lames la pureza de tu vientre, cavado por un río de plata
y engendras la vastedad y el Soñador.
Y hacia mí vienes con tu cabellera de hierbas siderales,
con el anillo azul de los planetas, con la sonata de la errante luna;
y yo, perdido, en la ciudad nocturna levanto hasta tus altos animales lujosos
la sombra de la estrella terrestre, el himno roto. Y el polvo del poema
No hay comentarios:
Publicar un comentario